Acuérdate de
cuando nos mirábamos desnudos
―luz
irrepetible del único verano―
y nos costaba
tanto comprender, o si más no imaginar,
el abrazo del
miedo.
Habría tenido
sentido que la vida terminara allí,
en la caída
hacia arriba de tu cama,
en mi constante
renacer de tu costilla,
en la oceánica
sal de tu saliva.
El amor era
sencillo,
esencial como
tus verbos.
No cabía en
él más que nuestras manos,
todo lo que
nos dimos
y una duda
pequeña,
cobarde,
temblando.